miércoles, 25 de febrero de 2009

Ángeles

A veces hay personas que, más que romper el círculo, lo reinventan. Esta historia me la contó Verónica y se parece tanto a la ficción que es pura realidad.

Hace 10 años Verónica se fue a Roma a pasar cinco días de amor con su pareja. Era la prueba de fuego. Hacia pocas semanas que habían empezado a vivir juntos, se planteaban tener un niño, rozaban la treintena. Verónica no había salido nunca con ningún otro hombre que no fuese Miguel. Creció muy tarde, fue niña durante mucho tiempo. Desde hacía 4 años, su vida era él. Aunque en un principio Miguel se había resistido, poco a poco las cosas se asentaron. Primero una promesa de fidelidad, después una relación estable, más tarde el apartamento, ahora el paso definitivo, un bebé. Verónica había ido a Roma dispuesta a todo, la idea de concebir a su hijo en Italia le atraía y Miguel estaba prácticamente convencido.

Aquella primera noche en el hotel, ella tomó la iniciativa. El amor surgió de manera fácil, como siempre entre los dos, pero Miguel enseguida paró. Se volvió pálido, se sentó en la cama, no podía hablar. Sudaba Miguel. No le miró a los ojos cuando le explicó que no la quería lo suficiente, que no estaba preparado para ser padre, que no era feliz en el pequeño apartamento de la Ciudad del Norte, que se ahogaba. “Me importas”, le dijo, “pero dudo. No quiero perderte”.

Verónica permaneció quieta unos segundos, pensó por un momento que iba a desmayarse pero se controló. Una serpiente de ojos verdes, oscura como la noche, se arrastraba pesadamente por su estómago. Cogió el bolso, se vistió con el vaquero del día anterior y la única camiseta de tirantes que aún quedaba en la maleta. Cerró sin ruido la puerta del hotel, sin escuchar a Miguel, que la llamaba. Cuando llegó a la calle caminó sin rumbo durante dos horas, se perdió. No lloraba. La serpiente y el miedo se lo impedían. No sabía qué hacer. En aquella época sin teléfonos móviles ni euros comunitarios, la cabeza le daba vueltas y su voluntad había desaparecido. Se sentó en el escalón de piedra de un portal. Debían ser las 12, la 1 o las 2 de la mañana. Vomitó sin lágrimas. Pensó cómo hago ahora para seguir viviendo. Cerró los ojos.

Fue entonces cuando apareció nuestro hombre sin nombre, el que más que romper el círculo lo reinventó. Se acuclilló a su lado y le habló muy suave. Verónica no entendía italiano pero aquella frase era sencilla de comprender. “Tutti siamo angeli, anche tu sei un angelo”. Abrió los ojos. El hombre tendría 50 o 60 años, era un vagabundo con un olor muy fuerte. No le importó. Su rostro era bondadoso y sus palabras le obligaron a reaccionar. “También tú eres un ángel”. Del bolsillo de su chaqueta roída sacó una caja, la abrió, juntó las manos de Verónica y dejó caer en ellas todo su contenido, unas cuantas monedas y billetes, las liras suficientes como para coger un taxi y volver al hotel.

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