miércoles, 25 de marzo de 2009

Agustín, un cuento

Mi abuelo se llamaba Agustín Lázaro Ramos, que es un nombre con muchísima personalidad. Con sus ojos tremendamente azules, su nariz gigantesca, su txapela negra en la calva pecosa, su baja estatura y su cuerpo huesudo, Agustín estaba siempre apunto de marcharse de cualquier lugar. Su vida estaba a la altura de su nombre. Nació en Baracaldo cuando la margen izquierda de la Ría era realmente izquierda. También mugrienta y miserable. Su padre fue, decía él, el primer sindicalista de España. Su madre, la amante del compañero Ramos, que tenía otros seis hijos con su mujer legítima. Mi abuelo se quedó huérfano de padre cuando tenía 13 años y su madre le abandonó para ejercer la prostitución en algún lugar de Francia. A Agustín le recogió su hermanastro mayor y la mujer de éste, la tía Malili. Le daban de comer, pero él debía trabajar. Aprendió el oficio del hermano y a principios de siglo fue mecánico dentista. Después escribidor. Estaba orgulloso de su caligrafía, barroca y anticuada. Más tarde fue troquelador. También equilibrista en un circo ambulante. Yo le recuerdo, con más de 70 años, caminando sobre las manos para demostrarnos que todavía era joven. "El diablo tiene cara de conejo", decía, quién sabe por qué. Le gustaba coleccionar libros que leía sólo a medias y apostar en combates de boxeo. Desaparecía cada cierto tiempo de casa y se gastaba íntegro el sueldo de la familia, que a estas alturas comía diariamente en casa de la abuela materna. Luchó en la Guerra de África y en la Guerra Civil. Fue condenado a trabajos forzosos durante los primeros años 40. Era nervioso e inquieto. Mi madre heredó su manía de mover constantemente el dedo gordo del pie y la rodilla. Siempre, en cualquier circunstancia. Sus ojos transparentes, brillantes, lo veían todo y se reían de todo, especialmente de sí mismo, un maketo, un extranjero nacido en Euskadi pero hijo de inmigrantes. Casado con una Aldecoa Zarandona, ni más ni menos. No le tenía miedo a la muerte, la había visto cerca demasiadas veces. No le dio la gana de creer en Dios ni siquiera cuando el final estaba muy cerca. Odiaba a los curas por rezar en mitad de las batallas y de la barbarie, en lugar de condenarlas. Cuando tenía 90 años fuimos juntos al hospital. En la puerta de la Clínica Universitaria de Navarra una multitud esperaba la llegada del Rey y del Príncipe Felipe, que visitaban frecuentemente a Don Juan. “Aitite (abuelo), ¿nos quedamos por curiosidad?” “Yo no he perdido una guerra para darle la espalda ahora a la República”. Como la Mía de “La amigdalitis de Tarzán” (de nuevo Bryce Echenique), mi abuelo “conoció la angustia y el dolor pero jamás estuvo triste una mañana”.

1 comentario:

  1. creo que siento una lágrima empujando por liberarse. muy bonito! y más porque es real, y la vida real no la supera nada.

    ResponderEliminar