miércoles, 4 de noviembre de 2009

Todavía

María Aldecoa vio cómo su piel se teñía de amarillo en la Ciudad del Norte. De pronto. Una mañana de febrero. Se desnudó frente al espejo y estudió sus 45 años. Le pareció que quizás ya no era pronto pero sintió que todavía no era tarde. Llamó al médico y pidió una cita para el día siguiente. Se vistió sin darle demasiada importancia, sus vaqueros nuevos y su camisa verde. Bajó, como todas las tardes, a la cafetería del barrio, donde sus hijas irían a buscarla después del colegio. Se tomó su café con leche y su croissant, y sonrió cuando Amaia entró con el uniforme azul pidiéndole un chocolate y un bollo de nata, por favor, mamá, que hoy se acabaron los exámenes. Cedió María. Le apretó la mano a Amaia pensando con pena que había heredado su carácter melancólico. Se miraron en la rutina y se reconocieron.

24 horas después un médico con bata blanca dictaría una sentencia de muerte, cáncer de páncreas, piel amarilla, 45 años. Pero mientras Amaia y María se observaban, aquel día de invierno, sin mimos ni palabras dulces, con la austeridad con la que el amor verdadero se dibuja en la Ciudad del Norte, el tiempo era ilimitado. Quizás ya no era pronto pero todavía no era tarde.

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